Un jardín en el asfalto
Aquella tarde regresábamos a casa como todas las tardes que tenía entrenamiento del pabellón de deportes de mi ciudad, de la ciudad donde mi hermano y yo habíamos nacido. Dábamos aquel pequeño rodeo como siempre, para que mi padre me comprase un helado.
Él llevaba mis patines, mi "stick" de hockey y mi bolsa de deporte, yo con una mano sujetaba la suya y con la otra aguantaba aquel cucurucho haciendo malabares con las bolas de helado que a duras penas se mantenian en su sitio.
El sol ya cansado de la larga jornada apenas ponía mucho interés en seguir calentando las calles y los arboles que nos acompañaban por la acera nos regalaban sus sombras atenuadas por la suave brisa de una tarde de Abril.
Entre bocado y bocado, levantaba mi cabeza y miraba hacia arriba, lo veía alto, muy alto sobre mí y él me devolvía la mirada cosida a una enorme sonrisa.
Íbamos hablando como dos adultos, de sus partidas de mus,( del que era campeón del barrio), del partido recién acabado, del paseo de todos los domingos en bicicleta por el campo.
"Anda más ligerooo, tu madre nos espera, tenemos que ir de compras". Aunque él acomodaba sus pasos a los míos, yo me retrasaba sabiendo que cogido de su mano nunca me quedaría rezagado.
Siempre que iba asido a esa mano fuerte y cálida me sentía orgulloso, hoy era especial, en el partido había marcado dos goles y aunque él era el entrenador de mi equipo, del equipo infantil del pueblo, era imparcial en las alineaciones.
Mientras jugueteaba con mi lengua dando formas diferentes al helado, iba pensando que una vez más había podido demostrar a los demás niños de mi equipo que si yo jugaba, no era por ser el hijo del entrenador, sino por mi propia valía y me sentía feliz de ver la cara de mi padre al verlo saltar con cada uno me mis tantos.
De repente sonó un trueno, cerca, muy cerca de mí, tanto que del susto, un movimiento reflejo encogió mis hombros como un repentino escalofrió y el helado cayó al suelo.
Miré para arriba y vi como caía, vi como se derrumbaba como una enorme torre de arena, como un roble centenario cercenado por el pie. En la caída, al pasar su cara junto a la mía, sus ojos miraban fijos los míos y una sonrisa borrosa ,de sorpresa le acompañaba en su corto viaje.
Con un golpe seco su cuerpo se estrelló contra la acera, como un pájaro alicortado, su mano aun sujetaba la mía.
Todo desparramado, stick, bolsa y patines, todo por el suelo, todo desordenado.
No alcanzaba a comprender que estaba ocurriendo, !!Papá..Papá!!, las lagrimas me invadieron, tirando con las mías de su mano ntentaba levantarlo.
Llorando con el alma encogida pedía ayuda desconsolado y al volver la cabeza buscando socorro y amparo, dos hombres corrían... dos encapuchados.
De su cabeza manaba un rio de vida a borbotones, encabritado, y pronto la acera y el asfalto se convirtió en un jardín de amapolas, de rosas rojas y geranios.
Su mirada seguía fija y su sonrisa borrado, seguía sin comprender porqué me hacia aquello, porque me había soltado.
Tiempo, mucho tiempo después, ya de su ausencia cansado, me dijo mi madre un día, entre dolor y llanto, "Hijo, Papá..no va a volver, a Papá....le han matado". "Alguno de los padres de tu amigos o algun Judas amargado, le puso un cruz en la espalda, como a Cristo crucificado".
Fue Txapote, el mismo que a tantos, el mismo que a Miguel Ángel Blanco, él fue el encargado.
Ya basta del silencio de los borregos asustados.
Ya basta del que mata con su silencio inmaculado.
Ya basta de mentiras, de politicos miserables que se atusan el traje para el entierro del desgraciado, de esos que navegan entre dos aguas recalando en la orilla que más engorde su mandato.
¿Quien pondrá cordura?, ¿Quien curará las heridas de esta España desangrada?.
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