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Mi paso

Una tierna historia

Un día leyendo uno de esos libros de viajes, de esos que te transportan a exóticas y desconocidas tierras, las que uno preferiría patear su paisaje antes que verlo encuadernado entre en frases y calificativos, encontré la historia de un lago.
Esta decía que allá por tierras helvéticas donde los Alpes rozan la barriga del Creador, un caminante que atravesaba sus alturas sediento y cansado de andar  por esos  tortuosos caminos, golpeó enfurecido con su bastón las ásperas rocas que le salían al paso, tan contundente fue el golpe que al instante brotó de entre las grietas graníticas un manantial, bebió de su agua y continuó su marcha hasta que de nuevo su boca se volvió áspera y reseca por el esfuerzo, volvió a golpear el rostro de la montaña plagado de  póstulas pedregosas y otro reguero de vida asomó a la superficie. Se sentó a la sombra de uno de los innumerables árboles que poblaban las melenas de aquellas montañas y contempló el fluir lento e imparable de aquellos dos transparentes regueros.
Por las faldas de aquellas alturas bajaban los dos arroyuelos hasta el valle, allí ambos fluidos se unieron y comenzó la historia de nuestro lago, el lago de Tamár.
Este fue creciendo y creciendo con el acopio de agua de sus padres arroyos y se hizo grande y precioso, luminoso como una adolescente y con el paso del tiempo, en su interior se fue forjando la profundidad necesaria para dar vida.
Un día la tierra tembló y uno de los arroyos que hasta entonces le alimentaba, fruto de ese telúrico revés cambió de cauce y buscó nuevo destino.
El lago, huérfano de uno de sus progeneres entristeció, menguaron sus aguas y por ende su alegría, de su interior se elevaban tal cantidad de lagrimas que convertidas en neblina pronto llegó a  oscuros nubarrones que ocultaron el sol. Su existencia se hizo esquiva, huraña, huidiza, sus días se convirtieron en un gris eterno.
Pasados los años, al otro lado del valle, seguramente fruto de las continuas lluvias que aquellas nubes engordadas con el sufrimiento del la lago dejaban caer, rompió su letargo un nuevo arroyuelo, brioso, y caudaloso a medida que se acercaba a nuestro lago. Tal era su flujo que pronto suplió con creces la falta de uno de aquellos primigenios y tal era el aporte de agua que no tardaría Tamár en preñarse de sus avenidas.
Las lagrimas cesaron, la capa permanente de oscuras nubes también, la niebla se disipó y el sol volvió a templar sus frías aguas.
Pronto del seno del lago se desbordaron sendos hilos de vida que corrían con la bullicía  de los niños valle abajo. Tamár contemplaba lo tembloroso de sus primeros pasos superando escollos, pero seguro de que con el tiempo se convertirían en amplios ríos dadores de vida a sus riberas.
Ese destino, a veces juguetón y a veces cruel,  no podía permitir que ese valle fuese el más hermoso de las tierras altas. Fruto de la felicidad del lago, de ese eterno sol que calentaba sus orillas hizo que de nuevo sufriera la pérdida de su principal soporte de vida.
Aquel arroyo que bajaba como caballo desbocado, generoso por las antañas lluvias, se  fue haciendo escuálido y triste, famélico y tacaño, y poco a poco se fue diluyendo en su propio cauce hasta desaparecer.
De nuevo la oscuridad volvió a sus aguas, temeroso por  sus dos vástagos que hasta el momento les intuía largos caminos y anchas orillas ahora también menguaban y ya ninguno de los habitantes del valle daban nada por el regreso de aquella pretérita belleza de su lago, ya nadie apostaba por su existencia, sus orillas cada vez más alejadas de su matriz anunciaban la desaparición de la madre y sus frutos.
Un día era tan poca la profundidad la que le quedaba que el lecho anunciaba  devorarlo, miró a su interior y vio con claridad su fondo, desolación y lodo. Sacando fuerzas de su flaqueza arremetió con la desesperación de una fiera acorralada contra las tierras que le rodeaban, contra aquella horca de barro cuarteado  que pretendía asfixiarlo. Golpeó con las escasas aguas que le quedaban al fondo amenazador y atravesando su piel negra y viscosa penetró hasta encontrar un venero del que brotaban raudales de vida y esperanza. Resurgió como el Ave Fénix, resurgió de aquel lodo voraz que le amenazaba desde el fondo inmisericordioso, ya no dependía de los caprichos del destino, esta vez su futuro estaba en él mismo, se bastaba él solo.
Aquellos dos arroyuelos que a los que en su día vio nacer , aquellos a los que estuvo apunto de verlos apagarse lentamente, recobraron su vitalidad, volvieron a llenar sus primitivos cauces, de nuevo les bendijo largo recorrido y amplias orillas.
Cuentan que este lago Tamár es de nuevo el más hermoso de los Alpes.
Dicen  que de vez en cuando un barquichuelo atraviesa sus aguas acariciando su superficie, hoyando con su quilla en su vientre,  que su proa se estremece al contacto con  la espuma que sus excitadas aguas dejan al pasar, sus cuadernas se retuercen  por la humedad de la pasión desatada en el corazón del Tamár, que en el silencio de esas  noches el viento trae prendido el gemido del lago como si fuese de una mujer.
 Muchos son los viajeros que llegan de todas partes para contemplar tan maravilloso paisaje y algunos de ellos en las noches de luna, esperan pacientemente a que ese amante inesperado aparezca de entre la oscuridad llegado desde el otro lado de su contorno.
Debiera ser por aquello de que la lectura a veces va cogida de la mano del sueño, que caí dormido en la mitad del relato.
Contemplaba sentado en una rocas que se adentraban en su cuerpo, la magnitud de aquel ser voluble e inquieto, como sus tranquilas y transparentes aguas  acariciaban  las orillas, la gama de colores de su piel, del verde limpio de sus ojos hasta el azul oscuro de las profundidades en su interior, la exuberante vegetación nido de vida que a modo de collar adornaba su figura.
De repente apareció, del otro lado se acercaba lentamente ese barquichuelo, venía costeando, dibujando el perímetro de su amada, gallardo, altanero, desafiante, reclamando lo que le pertenecía, proclamando a los cuatro vientos que era suyo, que era él quien le hacía transformarse de aguas placidas en remolinos de violenta pasión. Recuerdo su paso cerca de aquellas rocas,  figura erguida y estilizada como un campanario, tan cerca pasó de mi  en su afán por advertirme de mi molesta presencia que la espuma que brotaba de los surcos que su proa iba abriendo salpicó mi cara.
Al despertarme, por mi rostro bajaban temblorosas gotas de agua, en mi boca el sabor de su espuma me transportaba a su lado, aun recuerdo la calidez de aquellas aguas, su dulzura y frescor y entonces comprendí que no era lago, sino mujer.
A esa mujer.

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